“Es preciso abandonar el punto de vista del ave y tratar de adquirir la perspectiva del gusano. Sólo a partir de la observación del mundo real desde su misma base se puede actuar para mejorarlo”, nos decía el profesor Yunus, premio Nobel de la Paz, al explicar en nuestra universidad cómo se había gestado su proyecto de los microcréditos.
Lo orientó para erradicar la pobreza desde su raíz y esa revolución no hace más que extenderse por cerca de 100 países. El banco Grammen tiene más de siete millones de prestatarios, el 97% de ellos son mujeres, la mayor parte analfabetas. Es uno de los bancos con menor número de morosidad del mundo. El banco funciona en más de 100.000 pueblos de países con las economías más variadas, porque la pobreza no sólo pertenece a los países subdesarrollados o, mejor dicho, empobrecidos.
Porque eso del “desarrollo” no deja de ser un modelo que puede cambiarse ya que ni es absoluto ni sus frutos han sido positivos para la gran mayoría de la humanidad sino que, una vez más, los ricos lo han sido en gran parte a costa de los pobres explotando sus riquezas naturales y su mano de obra, a los que califican de “recursos”. Porque la pobreza no la crean los pobres, la pobreza la crea un sistema inhumano por insolidario.
Los beneficios de los microcréditos se han manifestado en la educación de los niños. En Bangladesh, por ejemplo, el 100% de los niños con familias que disfrutan de ese sistema de producir bienestar y riqueza están escolarizados. También ha influido en la nutrición, en la salud y en una paternidad/maternidad responsables. Ya no rige el arcaico principio de que “cuántos más hijos, mejor”, para echar una mano en los campos y para asegurarse, con los que sobrevivan, una asistencia en la ancianidad. La situación de las mujeres ha cambiado completamente, antes se escondían en las casas, ahora son mujeres activas, mujeres que hablan y que toman decisiones. Las viviendas han mejorado gracias a los préstamos para su mejora.
El principio básico es que, si bien no es posible ayudar a la gente a salir de la miseria de la noche a la mañana, ni mediante una revolución, lo que sí se puede hacer es influir en la vida de una persona al menos en el transcurso de un día. Puede sonar a utópico, y lo es en el sentido de que utopía es “lo que no existe, todavía”. A diferencia de la quimera o de las fantasías oníricas o embaucadoras apoyadas en ideologías falaces o en supersticiones que sólo sirven para mantener a las gentes sometidas para que no piensen ni razonen y así no puedan llegar a la verdad de que son personas con derechos sociales.
Toda persona, por el mero hecho de serlo, tiene derecho a encontrar alimento, a encontrar trabajo, a encontrar vivienda y cuidados sanitarios, así como a disfrutar de una pensión vitalicia que asegure su vejez en dignidad y afecto en el seno de la comunidad que, de una manera u otra, ha contribuido a construir. Así es y no porque así nos parezca, es un principio connatural al hecho de ser persona. De ahí surge el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.
Es evidente que el ser humano no ha nacido para cuidar de sí mismo únicamente, sino para participar en la comunidad. Disponemos de esa capacidad, pero no queremos aplicarla porque no creemos en ella y seguimos moviéndonos por los fantasmas de nuestra imaginación que es terca y obstinada. Tenemos que creer que es posible un mundo sin pobreza y, mucho más, sin miseria. Antes de crearlo, tenemos que ser capaces de imaginarlo porque nada grande se ha hecho realidad si antes alguien no lo soñó primero.
En tiempos de la esclavitud, del sometimiento y discriminación de la mujer, de la pretendida superioridad de unas razas sobre otras, de unos sistemas sobre otros, nadie excepto los sabios y los visionarios valientes, se atrevían a pensar que era posible una sociedad estructurada sobre los principios de la justicia, de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad.
Hoy vemos esa realidad en más de treinta países con cerca de mil millones de habitantes. Pero restan cerca de cinco mil millones de seres humanos que forman parte de nuestra familia, de la única familia sobre el planeta. Ni hay pueblos escogidos, ni razas superiores, ni destino que no podamos agarrar por el cuello y transformarlo, como escribía Beethoven a una amiga.
No podemos, porque no queremos. Otro mundo es posible porque es necesario y lo que es necesario puede encontrar los instrumentos para llevarlo a cabo. Es un quehacer inaplazable, como la libertad y el derecho a la felicidad. Esto es, a ser uno mismo en un ámbito general de solidaridad y de justicia. Para que nuestros hijos y nietos no nos consideren culpables al visitar los “museos” de la pobreza y de las guerras, y se preguntarán por qué permitimos que esto sucediera.
Texto tomado del Diario Panorama
José Carlos García Fajardo *
(*)Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM
(*)Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM
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Sigamos juntos construyendo puentes GENTE con GENTE.
William Requejo Orobio
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